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Bienaventurados los que Sufren

Roma no Conduce a la Felicidad

 

Jorge Garaventa

 

 

Partimos de la convicción de compartir con los lectores una cosmovisión que incluye entre otras obviedades aquello de que no siempre es necesario sentirse enfermo o angustiado para ser concurrente al diván de un analista.

 El psicoanálisis se plantea muchas cosas, entre ellas la armonía del sujeto consigo mismo, tan frecuentemente jaqueada por la culpa, cuya existencia no hemos podido aún descular definitivamente como estructural, o tributaria de la educación en una cultura judeo cristiana. A veces, aunque suene a humorada, también nos preguntamos si no será que finalmente lo estructural es lo judeo cristiano y cada quien de nosotros tenemos desde el nacimiento un Cristo que muere para salvarnos, o una madre que murmura el oy, oy, oy desde nuestra primeras escuchas, angustiada por el destino incierto que nos deparará la futura independencia en un mundo tan riesgoso.

No tenemos una mirada desvalorizante hacia las psicoterapias, apenas señalar que mas allá del costado terapéutico, nada desdeñable por cierto, que nos planteamos desde el psicoanálisis, su esencia intenta avanzar bastante mas allá de lo curativo: implica una revolución profunda de todo el sujeto que le permita desandar el recorrido que le mantiene ancladas sus libertades. O al menos que lo relacione un tanto mas flexiblemente con sus ataduras confrontándolo con las posibilidades de desanudar.

El cachorro humano, se sabe, está en deuda desde el momento mismo de asomar su hocico al mundo, dicho así si sale de cabeza, porque es bien sabido que también están los que nacen de culo, pero nacen, también deudores, o sujetos sujetados, si uno lo quisiera decir de  manera distinta. A diferencia de otros seres vivos que cursan una relativa independencia desde que llegan al mundo, los humanos dependen de la buena voluntad materna, inexorablemente, y paterna por añadidura. Tanto su sustento alimentario como el grueso y el fino de sus movimientos quedan sujetos de manera iniciática. Cuenta la leyenda del psicoanálisis que es allí donde se desarrolla la estética itinerante entre anhelo, deseo y necesidad. Dicho salvajemente y hasta con un dejo de desprolijidad conceptual, estamos ante un proto síndrome de Estocolmo ya que el bebe, niño luego desarrollará una historias de amores encontrados y pasiones desencontradas con quienes lo tienen prisionero desde el hambre de alimentos primero y de afectos más tarde, o casi en simultaneo. Primer contacto con la histeria de quien lo enamorará para desentenderse luego, culpando del corte al que por pernada y sociedad en la concepción, exige recuperar sus derechos sexo- genitales a partir del día cuarenta y uno. Suele lograrlo. No siempre.

Los estudiosos hablan de esto como las primeras etapas de la psicosexualidad a la que establecen como momentos esperables e inevitables del desarrollo del infante. Va de suyo que ante semejante normalidad es casi un imperativo el camino del diván para vérselas con semejante malentendido consigo mismo y el entorno de los comienzos.

Dicen también, aunque no hay casuística que lo corrobore, que si todo esto discurriera aceitadamente, y de la dependencia inicial a la renuncia al amor materno y paterno no hubiera trabas, tal vez habría armonía, siempre y cuando el trauma del nacimiento haya sido tan acolchonado o la memoria fetal de la que hablaba Pichón Riviere desde Luis Tossi no hiciera demasiados ruidos.

Entonces, volviendo a las andanzas del comienzo, estamos en los terrenos del análisis que planteamos diverso de las psicoterapias, aun cuando algunos trechos se transiten por la misma ruta.

El psicoanálisis se nos plantea escultural. El escultor no agrega absolutamente nada, lo que va sacando permite que se ponga en evidencia la silueta definitiva que estaba refugiada en cualquier forma previa.

El sujeto quiere saber sobre si lo que no sabe que sabe y se lo pregunta a quién no tiene ni idea pero tiene nociones de su ignorancia.

Se decía en las épocas del descubrimiento freudiano que de lo que se trataba era de hacer conciente lo inconciente. El maestro vienés sostuvo que invitaba a sus pacientes al diván porque no toleraba ser mirado. Un francés vino a reformular y planteó que nos escondíamos a la mirada del paciente para que emerja el deseo. Nos prometemos atención parejamente flotante mientras pedimos asociación libre. Si la atención llega a ser tan parejamente flotante como nos la prometemos no habrá ningún registro válido puntuable del discurso del paciente, quién, a su vez, tampoco deberá cumplir al pie de la letra su libre asociación ya que en ese caso la única alternativa sería la internación. O sea, seguimos en el terreno de los malos entendidos. Si hay una cuota de desobediencia a las consignas y más aún al encuadre, el análisis funciona y la senda hacia la felicidad está habilitada. Freud emparentaba la felicidad con el amor y el trabajo desde sus elucubraciones de una Viena victoriana y pre fascista... ¿de qué se tratará hoy esa felicidad tan difícil de aprehender?

 

Publicado en Habemus Cultum www.habemuscultum.com