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Desmentida y Silenciamiento. Una Asociación Ilícita en la Clínica del Abuso Sexual Infantil

 

 

Lic. Jorge Garaventa

 

Hemos dicho tanto, y a veces decimos tanto acerca de las problemáticas del abuso sexual infantil que se nos sigue perdiendo de vista algo del orden de lo esencial: la visibilización, la denuncia pública, la frecuente aparición de temas espectaculares en los medios de comunicación no se traducen en la disminución de la tasa de incidencia de este delito. Esto nos pone en guardia en relación a las temáticas pendientes que no son pocas, pero también nos convoca a volver sobre algunas cuestiones de lo psíquico y otras de lo social que son concurrentes constantes en el abuso. Por ejemplo, la desmentida y el silenciamiento. Se podrá decir que bastante se ha hablado de ello, y me permito disentir. Hay algo del orden de la trasmisión que es necesario cuestionarse. Todo aquello que es presentado como dogmático o como regla inapelable, genera dificultades en la escucha  y por ende en la comprensión. Los conceptos no se incorporan a fuerza de repetición sino cuando el razonamiento abre puertas. A veces confundimos el entendimiento entre quienes acordamos desde un corredor científico y se nos escapa  que hay otras miradas que sostienen otros puntos de vista, generalmente esquemáticos, usualmente opiniones sin correlato clínico y teórico, pero que circulan y capturan la atención de quienes, como nosotros, pretendemos un constructo que dé cuenta de las razones de estas persistencias que en definitiva se traducen en sufrimiento extremo de los niños y las niñas.

Desde nuestro lugar, desde nuestra especificidad tenemos mucho para decir, haciendo eje en la remanida cuestión, repetida pero no siempre adoptada, de que ninguna disciplina tiene el saber total acerca del abuso sexual infantil.

El psicoanálisis, la psicología y la psiquiatría, portan una deuda pendiente que, hoy por hoy, está a mitad de camino de ser saldada: dar cuenta de cómo se constituye una subjetividad abusadora y el porqué de su aparente irreductibilidad. La tarea es lo suficientemente compleja como para tener en claro que debemos desechar las soluciones fáciles, esquemáticas o que provengan de la simple especulación. Seguramente profundizando en la constitución de la masculinidad y su ensamble   con lo social, comenzaremos a abrir el camino.

A veces nos plantamos ante falsos dilemas que nos paralizan, sobre todo si rozamos lo que tenga que ver con lo políticamente incorrecto. Un ejemplo de ello es la posición ante la estructuración  psiquica del abusador. Cada vez que se nos interroga sobre ello respondemos que no se trata de una patología, y solemos rematar diciendo que de lo contrario podríamos estar  trabajando para  la inimputabilidad y consecuente impunidad del abusador. Quedamos entonces atrapados en un embrollo inconducente ya que si esos individuos no son enfermos, por ende, son sanos, lo cual nos lleva irremediablemente a preguntarnos cuál es el criterio de salud con el que nos manejamos.

Este es uno de los terrenos donde aparece nítidamente la confusión de funciones y de disciplinas y es el Derecho el que debe venir en nuestro auxilio. La imputabilidad de un abusador no depende de si el individuo es sano o enfermo. No son esos criterios con los que se maneja la Justicia. Lo que se nos pide es que determinemos si el sujeto era o no conciente de sus actos en el momento de cometer el delito, y de esto podemos hablar largamente ya que nos conduce al ABC de lo que sabemos quienes trabajamos con víctimas de abuso sexual infantil.

Si nos remitimos a la inmensa casuística propia y de colegas con los cuales interactuamos, podemos responder con seguridad que estos individuos son concientes del delito que comenten y del daño que les causan a  sus víctimas. El silencio, la amenaza, la infinita paciencia, la elección de las víctimas, la preparación del escenario, las complejas estrategias de acercamiento son contundencias que nos permiten sin reparos, fundamentar que el individuo sabía lo que hacía y gozaba de ello. La evidente devastación psíquica de la víctima y pese a ello, la implacable conducta del abusador nos autoriza a afirmar también que estamos lejos de algo que se emparente con el impulso o la necesidad sexual. Más bien hay un placer profundo de parte del victimario en denigrar al otro, cosificarlo, apropiarse de su cuerpo y de su psiquis, gozar de su sufrimiento…ese otro, es ni más ni menos que un niño o una niña.

Pero volviendo al principio, nuestras disciplinas siguen en deuda en la cuestión de dar cuenta de cuáles son las condiciones en las que la sociedad produce estos individuos, y el recorrido psíquico que finalmente conforma estas subjetividades.

Es cierto que el solo pensarlo causa una cierta nausea, pero también es cierto que mucho de la salud de la cual gozamos, descansa en el hecho de que ha habido investigadores, desde la química y la medicina, que  tuvieron la valentía de analizar pormenorizadamente la materia fecal.

Cuando digo que no somos Jueces, Abogados o Fiscales sino,  en nuestro caso, Psicólogos en función pericial o terapéutica, estoy lejos de plantear un desentendimiento del destino judicial de las causas que acompañamos sino más bien es un llamado a aceptar nuestras limitaciones lógicas y a disciplinarnos férreamente a la interdisciplina. Es la única garantía de intervenciones idóneas. El proceso interdisciplinario convoca  a resignar la omnipotencia, en un movimiento de liderazgos móviles donde cada disciplina tendrá primacías momentáneas  según el momento del proceso que se esté atravesando. Va de suyo que nos estamos refiriendo a procesos ya judicializados.

La desmentida y el silenciamiento son procesos presentes en todos los casos de abuso sexual infantil, a punto tal que no sería exagerado pensar  que son inherentes a él, casi como la marca en el orillo. En la clínica de quienes lo han padecido tropezamos todo el tiempo con las consecuencias gravitantes y gravosas. Subrayamos una vez más, y nunca será suficiente, que un niño o una niña padecen el abuso sexual infantil, y lo padecen doblemente en el convencimiento de que son ellos los culpables de su destino.

Hacemos aquí un paréntesis esencial. Sostenemos que uno de los antídotos más eficaces es la educación sexual  hacia la que, aún con resistencias patriarcales y clericales seguimos avanzando con decisión. Decimos que esa educación ha de empezar institucionalmente ya desde la educación inicial. Los más soñadores pensamos que debe ser encarada desde una perspectiva de género como para ir diluyendo desde el vamos los estereotipos masculino- femeninos. También sostenemos que es un proceso largo,  concientes de que no se va a lograr de una vez y para siempre. Hablamos entonces de los famosos procesos de educación permanente.

El niño, decimos, ha de saber de sus partes íntimas, como se las llama popularmente, y tener el dominio sobre ellas. Aprender que hay distintos tipos de caricias y que nadie tiene derecho a tocarlo ahí donde el no quiera, y menos aún obligarlo a hacer aquello que no desea. Soñamos con empoderarlo para que pueda decir “no”.

Dado que el abuso sexual infantil se suele desarrollar a escondidas de la mirada adulta, se entiende perfectamente a qué apuntan estas indicaciones preventivas. Pero no ha de perderse de vista que no siempre es posible para el niño hacerse cargo de estos consejos y llevarlos a la práctica. Si no basta con decirle a una mujer que padece violencia de género que nadie tiene derecho a desvalorizarla, humillarla, insultarla o golpearla, y que debería alejarse de allí ante el menor indicio, cuánto más difícil puede ser para un niño ponerle freno a un abusador. Agreguemos que entre las características esenciales del abuso sexual infantil está la seducción, el hechizo y el encantamiento.

 Capturado en ese proceso es casi utópico que el niño pueda reaccionar, pero no sería extraño que sume culpa a la culpa porque no puede evitar  lo que debería evitar.

La desmentida, ese acierto freudiano, merece un estudio pormenorizado por lo determinante que es en los procesos que abordamos. Hablamos, diciéndolo en simple, como si lo fuera, de ese mecanismo que instala la ceguera en quienes tenían el deber de ver y optaron por no enterarse ya que el dolor que vieron, sin ver, reactualizaba viejas heridas, o derrumbaba el castillo de naipes en el que habitaban los afectos cotidianos, casi siempre familiares. Estamos en el campo de la responsabilidad.

El silenciamiento, conciente y decidido nos arroja al terreno de la complicidad.

Estamos hablando de lo que acontece en los alrededores del niño abusado con quienes cumplían el rol de adultos responsables. Es verdad que hay situaciones en donde hay una verdadera amalgama entre silenciamiento y desmentida y otros en los que es difícil establecer de qué se trata.

Estamos en el campo de la clínica que nos obliga, ya desde la etapa diagnóstica, a pensar estrategias que posibiliten la reparación del daño. El niño ha padecido estos mecanismos de otros, mecanismos que han torneado su existencia. Así como en lo judicial esta asociación ilícita ha sido sostén de la impunidad, en la clínica produce efectos que arrojan al niño a la inermidad, al desamparo y  a la desesperanza. De ahí partimos.