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Golpe a Golpe

¿Los niños y las mujeres primero?

*Jorge Garaventa

 

“La producción de subjetividad no es un concepto psicoanalítico, es sociológico. La producción de subjetividad hace al modo en el cual las sociedades determinan las formas con la cual se constituyen sujetos plausibles de integrarse a sistemas que le otorgan un lugar. Es constituyente, es instituyente, diría Castoriadis. Quiere decir que la producción de subjetividad hace a un conjunto de elementos que van a producir un sujeto histórico, potable socialmente. Hay una producción de subjetividad en Atenas, en Esparta, en la Argentina menemista donde el éxito inmediato va acompañado de cierto rasgo de inmoralidad.”

Silvia Bleichmar- 2003

 

La sociedad, si existiera ese conjunto, puede marchar encolumnada, empoderada de  horror y bronca contra los femicidios y los femicidas, pero seguramente mermaría notoriamente si la convocatoria fuera para repudiar la violencia contra las mujeres. Nada que quite valor al movimiento, pero es tarea pendiente y ardua, lograr que la sociedad haga nexo entre una cosa y la otra. Eso abriría esperanzadoramente el diseño de políticas públicas y acciones desde distintas organizaciones que permitan soñar con un descenso significativo de los femicidios.

Estos son hoy los hechos que más conmueven aunque lamentablemente no son los únicos. La violencia contra los niños, en cualquiera de sus expresiones, es delito penal, pero salvo la espectacularidad amarilla de algunos crímenes, la educación golpeadora no solo sigue vigente sino con bastante consenso. Así como en otros tiempos los golpes contra las mujeres se refugiaban detrás de las puertas de los domicilios, hoy que ellas lograron hacer público lo privado, la violencia física y humillación hacia los niños hace del hogar su reino. El chirlo, el cachetazo y todo tipo de denigración hacia la niñez, difícilmente mueve las agujas del repudio. Dicen los encuestadores que la inseguridad, producto de la violencia social es una de las preocupaciones más intensas de la gente. Esa gente que tampoco hace nexo entre la inseguridad que la conmueve y la educación doméstica hacia la niñez.

En nuestro país hubo dictaduras. Que se hable de dictadura e inmediatamente se la remita al Proceso de Reorganización Nacional en la cual Videla y Martínez de Hoz fueron las caras visibles de un proceso de escarmiento económico social, no debería hacernos perder de vista que hubo otras que peinaron conciencias para que cuando un gobierno civil defeccionara, a la vista de un sector, el derrocamiento y reemplazo por parte de un gobierno militar, o cívico militar como siempre fue, encarnara sencillamente un devenir natural. Tener en cuenta estas cuestiones puede ayudarnos a comprender como fueron evolucionando las violencias políticas, las sociales y las mal llamadas violencias domésticas.

El golpe de estado de 1976 no fue algo diferente sino la lógica evolución de un estilo autoritario y criminal que se fue ensayando en cada incursión. Desapariciones y torturas, represión masiva y salvaje, habitaron todas las dictaduras vernáculas. La diferencia fue que durante el proceso que condujeron Videla, Viola, Galtieri y Bignone sucesivamente, el plan de devastación económico y el terrorismo de estado como sostén, fueron de aplicación sistemática. Pero ni los muchachos de Videla ni los Chicago´s boys inventaron nada. Fueron ejecutores sumisos, aunque convencidos, de lo que se construyó a la sombra durante décadas. Sí, es verdad, que le dieron una impronta particular ligada a las torturas, asesinatos y desapariciones cotidianas. Por ello se llevaron el nombre de “Terrorismo de Estado”, al que aludíamos recién, entre tantas cosas que se llevaron.

¿Alguien puede suponer que estas violencias, silenciadas y disimuladas por temor, displicencia, complicidad, desidia, o lo que fuere, puede transitar el tejido social y dejarlo indemne?  Porque, bueno es remarcar que el grueso de estas violencias se invisibilizaron por desmentida o naturalización. Hablamos de desmentida como ese mecanismo de defensa personal y social que nos lleva a no advertir, por autoprotección, lo que está ocurriendo ante nuestros ojos. La naturalización es prima hermana de aquella, solo que convive viendo, pero sin tomar conciencia de esa violencia con la que nos tuteamos.  Ejemplos de esto que señalamos son las agresiones verbales hacia las mujeres, disfrazadas de galanterías, o la denigración grosera del chiste, disfrazada de humor. No faltan ejemplos en este recorrido que den cuenta de la naturalización de la violencia contra la niñez, donde el golpe de puntero, las rodillas sobre el maíz y los tirones de oreja en el aula eran apenas la previa de la paliza que se vendría en casa como corolario.

Pero así crecimos, dicen orgullosamente algunos adultos atrapados aún por esa estética de maltrato. Y si, así crecimos, respondemos otros que no podemos dejar de relacionar esos disciplinamientos con los más salvajes episodios generados por las dictaduras y con un cierto consenso. Podemos pensar estas cuestiones de las violencias actuales apelando a la monstruosidad de algunos, o preguntarnos qué fue de aquella niñez que durante tantas generaciones padeció maltratos y abusos; violencias de todas las intensidades.

A riesgo de repetirnos recalcamos nuestra preocupación cuando vemos que se proponen como solución para las violencias cotidianas lo que fueron sus causas o las herramientas para causarlas. Y hablamos entonces de la nostalgia por el servicio militar obligatorio, por el rigor disciplinario en las escuelas o por el retorno de la mujer al rol sumiso clásico pre asignado. Y son apenas algunos ejemplos. Cuando caemos en el razonamiento lineal podemos presuponer erróneamente que tales retrocesos no son posibles. ¿A quién puede ocurrírsele que, solo para dar un ejemplo, el servicio militar obligatorio, esos cautiverios juveniles plenos de violencias y maltratos sean reivindicados como herramienta de paz social? Con solo recordar el caso Carrasco, que determinó su cierre luego de que se comprobara las torturas que habían terminado con la vida del joven, debería ser suficiente. Pero no es así. No basta que las investigaciones hayan determinado que la modalidad de ese crimen era la norma, no la excepción.

La monstruolización de los crímenes de la dictadura, de las violencias contra las mujeres y de los maltratos y abusos sexuales  contra la niñez solo ayuda a su sistemática minimización.  Se trata de monstruos, bestias, salvajes, seres especialmente malvados que actúan en los márgenes o al margen de la sociedad.

Hemos dicho, y coincidimos con Alfredo Grande que el planteo de la universalidad es encubridora y deja intactos los mecanismos generadores de las violencias. Por eso descreemos del “todas y todos somos”.

En ocasiones algunos hechos o  épocas convocan a movilizaciones de repudio masivas. No siempre la masividad implica toma de conciencia social. A veces es la culpa por indulgencia  la que vehiculiza la condena colectiva.

La sociedad debe implicarse en que esos sujetos disruptivos emergen de su propio seno. Y no hablamos del “todos somos responsables” sino del poner manos a la obra en la desarticulación de lo que los genera, los nutre y los vehiculiza.

El único camino que conocemos es el de la educación a largo plazo. Permitirnos pensar que hay que apagar el fuego pero en simultáneo desarmar los esquemas de producción de incendios. Hay que dejar de jugar con fuego de una vez por todas, porque se trata de la vida misma.

Por supuesto que para ello son imprescindibles las políticas públicas con sus correspondientes recursos de financiación.  Alguna vez tendremos que convencernos que la cuestión presupuestaria es ideológica. Que no hay carencia de presupuesto sino decisiones políticas. También tendremos que convencernos que la ausencia de políticas públicas es “Violencia de Estado.”

 

*Psicólogo