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El Derecho de los Niños a Recibir Amor
La historia de la niñez es el recorrido por los últimos eslabones
de la cadena social. Apéndices de la mujer, los niños, no podían menos que
acompañarlas en su destino de exclusión y agravio.
La ley que posibilita en matrimonio entre personas del mismo sexo, y
consecuentemente la adopción de niños está entre nosotros. Lo que creíamos
lejano y hasta imposible ha llegado para quedarse y nos llena de algarabía a
quienes no se nos ocurriría pensar que hay alguna razón humanamente valedera
para que en una sociedad que se jacta de amplia y democrática existan personas
con algún derecho conculcado.
Portamos la misma alegría que nos embargó cuando en 1990 el Congreso de la
Nación ratificó la Convención Internacional por los Derechos del Niño.
Sabíamos que eran instrumentos de gobierno necesarios para imponer
racionalidad en relación a sectores sociales hacia los que el prejuicio, el
maltrato y el abuso es casi un paisaje natural. Sabíamos, sabemos, que la
construcción, sanción y promulgación de una ley está lejos de ser un punto de
llegada. Son mas bien instrumentos de defensa imprescindibles para un camino a
recorrer. No son todo. Las sociedades no abandonan fácilmente sus preconceptos
y, como lo hemos visto en estos días, hay en su seno instituciones al servicio
de la defensa de los privilegios y las desigualdades.
No es caprichoso el movimiento que hace nuestro razonamiento ya que auguramos
que la mayor resistencia a la flamante ley se va a librar en el ámbito de las
adopciones.
Las leyes son las principales normativas que rigen en los estados para
garantizar la armónica convivencia de sus miembros y suelen ser resultados de
diversos procesos y en algunos casos la combinación de varios.
Hay ocasiones en las que estos instrumentos llegan para legalizar cuestiones
ya legitimadas en la sociedad, y en otros hacen vanguardia. Lo que fuere no
traslada automáticamente como efecto el libre ejercicio de derechos ni el
cumplimiento de deberes. La distancia entre la sanción de una ley y su
efectiva vigencia, hace al tema que intentamos analizar en este escrito.
Nuestro país, como el grueso de la humanidad, tiene una deuda que se resiste a
pagar en tiempo y forma en relación a los derechos de la niñez. Durante casi
un siglo se rigió por la llamada Ley de Patronato que despojaba a los niños de
derechos, para dejar sus destinos en manos de funcionarios judiciales de turno
que podían disponer de sus vidas y bienes a voluntad. Así fue como niños
golpeados, maltratados o abusados en sus hogares eran excluidos de los mismos
para ser cosificados en institutos y reformatorios junto a pares que habían
cometido delitos. No había diferencia entre cometer o ser víctima ya que el
destino era casi el mismo. En no pocas ocasiones los “niños delincuentes” eran
confinados a cárceles de adultos donde además de recibir los más inimaginables
maltratos cursaban de forma acelerada y eficiente la diplomatura hacia la
marginalidad.
Hablamos en pasado pero, dolorosamente estas situaciones son decorados del
escenario actual.
Veinte años tardó la sociedad en derogar la ley de Patronato. Dos décadas
después de ratificada la Convención, lo que la convierte en obligatoria en
cuanto a su aplicación, se necesita seguir sancionando leyes que posibiliten
su cumplimiento porque, como dice Gustavo Gallo, Defensor de Niñas y Niños de
la Nación, no son las leyes las que hay que cambiar sino la cabeza de quienes
tienen el deber de aplicarla.
Todo tipo de artilugio es válido para eludir su cumplimiento. Y cuando esto no
es posible no es de extrañar una aplicación dañina como la que realizó un
fiscal porteño que citó a indagatoria a un niño de cinco años acusado de haber
robado un juguete a otro, en un Jardín de Infantes, pretextando que la nueva
ley lo obligaba a escuchar la palabra del niño. Esas suelen ser advertencias
de algunos sectores judiciales para con quienes se atrevan a pretender la
plena vigencia de sus derechos.
Lo que tratamos de decir es que la historia de la niñez es el recorrido por
los últimos eslabones de la cadena social. Apéndices de la mujer, los niños,
no podían menos que acompañarlas en su destino de exclusión y agravio.
Aún hoy, incluso de muchos de sus revindicadores se pueden entrever conductas
que hacen dudar de sus convicciones últimas.
La Convención habla centralmente de niñas y niños como sujetos plenos de
derechos y responsables de sus deberes. La vigencia de lo primero garantizaría
lo siguiente. Sin embargo, no sin asombro, comprobamos que hay un porcentaje
nada desdeñable de estudios e iniciativas tendientes a garantizar las penas al
incumplimiento de deberes antes que a garantizar el ejercicio de derechos.
La educación y la cultura golpeadora hacia la niñez no abandonan fácilmente la
pelea. Las crisis en las familias y escuelas producto de los nuevos paradigmas
y las flamantes subjetividades convocan nostalgias autoritarias que siguen
escudándose en un cierto consenso social, vergonzante, disfrazado, pero
consenso al fin.
Cuando en algún instituto de “menores” sabemos de algún “delincuente” que ha
sido entregado por sus padres, no podemos menos que recordar al historiador
Marcelo Valko cuando nos cuenta que en 1772, en los registros de la prisión de
la isla Martín García, había dos niños recluidos por desobedecer a su madre.
Bueno es recordar que el destino de gran parte de esa población carcelaria era
la peste y la muerte.
La homosexualidad no ha sido menos vejada que la niñez. Es cierto que en los
últimos años han crecido los signos de tolerancia a la diferencia. También es
cierto que mucha de esa tolerancia se sustenta en la tranquilidad de la
otredad, es decir, que los putos, las trabas y las trolas sean los otros que
viven en sus guetos, en sus espacios no contaminantes. Con sus lugares de
esparcimiento separados del resto. Gran parte de la aceptación social descansa
en ese razonamiento. Por eso la adopción horroriza en muchos y genera dudas en
otros, pero sobre todo habilita una generalizada comprensión hacia la
negativa: “se trata de los pibes, ¿viste?”
La iglesia católica, envuelta en los más vergonzosos escándalos sobre abuso
sexual infantil no vaciló en movilizar a sus feligreses en defensa del derecho
de los niños a tener un papá y una mamá. ¿Cuánto hubiera cambiado en la
historia de la niñez si esta institución, tan poderosa hubiera convocado a sus
adeptos en contra del maltrato y abuso a la niñez? ¿Cuánto si el mismo repudio
se hubiera alzado contra los Grassi y los Storni?
Lo doloroso es que la iglesia no sólo son los curas, y ellos lo saben, sino
que son portadores de un pensamiento social de plena vigencia y buena salud.
Son parte de esa sociedad que prefiere a un padre abusador antes que a un
padre gay, que prefiere un niño que crezca en el terror del maltrato pero con
padre y madre antes que en la “desviación lesbiana”, que prefiere para la
niñez, el hacinamiento, la corrupción, las golpizas de un instituto, antes que
un hogar homosexual. Que no puede aceptar que lo único que necesitan un niño y
una niña es amor. Y que el amor es bueno para quien lo recibe,
independientemente de la elección afectiva y sexual de aquel o aquella que es
capaz de darlo.
*psicólogo