Violencias… naturalmente
Por Jorge Garaventa*
(para La Tecl@ Eñe)
Asistimos azorados ante la sorpresa de una sociedad que se extraña de que sus
jóvenes sean violentos, o para ser mas explícitos, asistimos azorados ante la
sorpresa de una sociedad violenta que se extraña de sus jóvenes también lo sean.
Una sociedad naturalmente golpeadora en crianzas y educaciones y autoritaria en
sus concepciones tiene poco margen de variedad en sus productos.
La niñez mama violencia antes que leche materna, ya sea como víctima directa y/o
espectadora de una interacción entre adultos, con códigos de maltrato, abuso,
descalificación, humillación y golpes. La niña o el niño, rápidamente concluirán
que dicha interacción no es tal, y que de lo que estamos hablando es de una
relación agresiva asimétrica donde la violencia a menudo partirá del polo
socialmente más poderoso, el hombre, para someter a sus designios a la mujer, y
por extensión a niños y niñas.
Si bien la sociedad colabora en el diseño final de las formas en que sus
miembros se relacionarán, el horno donde se recibe la cocción primordial es la
familia.
Mas allá de las distintas teorías socio psicológicas y de erróneas lecturas de
los esquemas instintuales planteados por el psicoanálisis, hoy concluimos
contundentemente que la expresión activa de la violencia no es esencial de niños
y jóvenes, sino que inexorablemente estamos hablando de conductas aprendidas.
Las violencias en los grupos familiares tienen distintas formas de expresión que
a su vez devendrá en diversas conductas por parte de quienes de forma directa o
indirecta son foco de las mismas.
Vamos a hacer un rodeo para enmarcar la situación. La sociedad se estructura
inmersa en una cultura patriarcal que pone el eje en la hegemonía masculina que
es percibida como natural. Esta hegemonía presupone entonces el rol de la mujer
como secundario y sumiso y como extensión de esta, los niños y las niñas.
La Nicaragüense María López Vigil nos describe claramente el decantado
emergente: “En la casa, la violencia es vista como algo natural, necesario. El
padre le grita y le pega a la madre, la madre le grita y le pega a los hijos y a
las hijas, las hijas e hijos mayores gritan y golpean a sus hermanos y hermanas
más pequeñas, y los más pequeños apalean al perro y salen a la calle a matar
pájaros a pedradas... Generación tras generación, cada uno de los eslabones se
engarza con el otro en una cadena sin fin. El eslabón más débil siempre ha sido
y continúa siendo el de las niñas y el de las mujeres”
Se suele hacer un parangón entre las consecuencias en la niñez del abuso sexual
por un lado, y el maltrato físico emocional por otro. Si bien en ambas
situaciones estamos hablando de maltrato extremo, si no hacemos la
diferenciación corremos el riesgo de no poder evaluar claramente los efectos y
por ende hacer un abordaje erróneo de los efectos, tanto en lo psicológico
personal- familiar como en lo social.
Quién ha sufrido abuso sexual infantil ha sido psíquicamente arrasado.
Imposibilitado de reacción, sus mecanismos de defensa básicos han sido
aniquilados por lo cual queda propenso a distintas formas de abuso en todos y
cada uno de los escenarios de su vida.
Todas las estrategias de seducción, silencio y amenaza que preceden y acompañan
al abuso le dan una impronta de clandestinidad que acentúa las sensaciones de
culpa y responsabilidad en la víctima.
El maltrato suele ser público, abierto, “natural” y consensuado. La sociedad
golpeadora no se cuestiona la educación del golpe, ese repertorio injustificado
que va desde el chirlo a la paliza, y por ende habilita el aprendizaje de roles.
Aquí, a diferencia del abuso, rara vez hay mucho escondido.
El varón aprende que ha nacido para dar, y la mujer para recibir. El aprendizaje
violento tiene su correlato en el lenguaje. El varón será activo y fuerte, la
mujer, pasiva y débil. Por extensión se aplica también a conductas sexuales. La
mujer será fuertemente cuestionada desde lo moral cuando se aparte de estas
conductas esperadas.
En este escenario se aprende entonces que las diferencias se resuelven a los
golpes, a favor del más fuerte, cotidianamente confirmado además por los
distintos medios de comunicación y los video juegos. Hay una identificación
directa y masiva con los adultos significativos del mismo sexo. En el camino se
aprendió que el cuerpo propio y el ajeno no son valiosos, por ende se sale a
matar o morir en un constante vértigo de conductas riesgosas.
Si además se es joven y humilde, la constante incentivación al consumismo será
una invitación inevitable a tomar ya, con los medios que se tenga “al alcance de
la mano”, todo objeto de deseo generosamente ofertado pero al que la ley del
mercado pone a la distancia.
El producto final de semejante secuencia suele ser ese joven violento con el que
nadie tiene ni quiere tener que ver, que delinque vaya a saber porqué y al que
la sociedad necesita estigmatizar para no hacerse cargo de los dañinos efectos
de la educación aceptada.
Las familias, ya lo dijo Eva Giberti, no suelen ser el lugar mas seguro para la
niñez. La exclusión es el caldo de cultivo en el que maduran las violencias. La
falta de políticas sociales serias, extensas y permanentes son la mano que
aprieta el gatillo.